Los meses que transcurrieron durante mi estadía en la "casa del terror" o "casa de los muertos", ofrecían a cada momento diferentes sorpresas que resultaban en su mayoría aterradora. Las personas que habitaban ahí vivían esperando que algo sucediera; lo más parecido a una hecatombe generada por espíritus enfurecidos que surgían de la tierra para vengar quién sabe qué desastre. Todo era diferente todos los días: mi madre surcaba crisis de dolor espantosas, con esos serruchos invisibles en sus piernas. Mi padre trabajaba en las noches, y la Vieja cuidaba de nosotros. Sus ojeras se pronunciaban más que nunca porque se desvelaba en las noches creyendo que un tipo la observaba, expectante y sigiloso desde el pasillo que llevaba a la sala de estar.
En las noches cuando subía al altillo que habían asignado como el lugar donde dormiría, subía al techo a observar la luna. Pensaba siempre que mi madre podía morir en cualquier momento mientras mi padre estuviese trabajando en la mina, y entonces la Vieja tendría que regresar a su casa en Talca para cuidar de mi abuelo. Tendría así que cuidar de mis hermanos aún más, y la palabra "familia" debería borrarse instantáneamente de mi mente. No me importaba cuántos fantasmas hubiesen dentro de esa casa, porque ese miedo estaba demasiado latente como para haber pensado en asustarme con espíritus de dudosa existencia.
Sin embargo, ese miedo se disipó una vez que comenzó un dolor un tanto extraño que nacía desde la columna vertebral hasta la punta del pie derecho y se prolongó hasta que ya no pude caminar y debía permanecer en cama. Ningún médico descifraba aquel enigma que me causaba un dolor físico inexplicable, por lo que decidieron someterme a un examen que reveló la existencia de la hernia lumbar que tensaba el nervio ciático y me tumbaba en la completa inutilidad.
A medida que el tiempo pasaba, podíamos conciliar todos el sueño de una manera más fácil y evitabamos la sugestión que trae consigo la noche. Dejábamos que esos espíritus hicieran lo que les diera la gana, porque de haber sido así o no, sabíamos que nada podíamos hacer.
Un día, antes del amanecer, un grito desesperado de mi madre nos sacó a todos de la cama. No era un grito de dolor, sino de susto. Apenas regresamos al mundo de los conscientes, respiramos un olor a humo, a madera y materiales de construcción en llamas.
"¿Están bien allá arriba?"
Gritó mi madre a mi hermana y a mi, pensando que el altillo se quemaba.
"Aquí está todo bien, bajamos en seguida"
Respondí sin entender o asimilar qué era lo que ocurría. Me vestí rápidamente y bajé la escalera corriendo. La Vieja estaba escondida bajo una manta y sólo se le veían los ojos y mi madre en su silla de ruedas rondaba la casa buscando fuego.
"Sylvia, puede que el humo venga desde afuera y por eso está ese olor a quemado"
Así que salimos todos, abrimos la puerta de la calle, y en frente de la reja un gato negro de ojos verdes estaba sentado con la mirada fija en dirección a la casa y a nuestros rostros, como esperando que los invitaramos a pasar.
Sentí un escalofrío que recorría mi cuerpo completamente, y las piernas se me doblaban porque el dolor de la espalda cada vez era mayor.
La Vieja corrió hacia el gato y lo espanto con un ruido extraño.
No había humo, olor ni llamas. El pasaje estaba desolado y sólo la escarcha de la mañana cubría los setos de las casas cercanas.
Luego de quince minutos, llegaron los bomberos que mi madre había llamado. Dos compañías revisaron la casa y midieron los niveles de monóxido de carbono, pero no encontraron nada sino el extraño olor, así que se fueron evitando las miradas a través de los ventanales de las vecinas.
Nos acostamos nuevamente, sin decir ni una palabra.
Y nuevamente comenzamos a dormir con la inquietud de no saber qué nos ofrecerían a continuación esos señores poseedores de fuerzas extrañas.
En las noches cuando subía al altillo que habían asignado como el lugar donde dormiría, subía al techo a observar la luna. Pensaba siempre que mi madre podía morir en cualquier momento mientras mi padre estuviese trabajando en la mina, y entonces la Vieja tendría que regresar a su casa en Talca para cuidar de mi abuelo. Tendría así que cuidar de mis hermanos aún más, y la palabra "familia" debería borrarse instantáneamente de mi mente. No me importaba cuántos fantasmas hubiesen dentro de esa casa, porque ese miedo estaba demasiado latente como para haber pensado en asustarme con espíritus de dudosa existencia.
Sin embargo, ese miedo se disipó una vez que comenzó un dolor un tanto extraño que nacía desde la columna vertebral hasta la punta del pie derecho y se prolongó hasta que ya no pude caminar y debía permanecer en cama. Ningún médico descifraba aquel enigma que me causaba un dolor físico inexplicable, por lo que decidieron someterme a un examen que reveló la existencia de la hernia lumbar que tensaba el nervio ciático y me tumbaba en la completa inutilidad.
A medida que el tiempo pasaba, podíamos conciliar todos el sueño de una manera más fácil y evitabamos la sugestión que trae consigo la noche. Dejábamos que esos espíritus hicieran lo que les diera la gana, porque de haber sido así o no, sabíamos que nada podíamos hacer.
Un día, antes del amanecer, un grito desesperado de mi madre nos sacó a todos de la cama. No era un grito de dolor, sino de susto. Apenas regresamos al mundo de los conscientes, respiramos un olor a humo, a madera y materiales de construcción en llamas.
"¿Están bien allá arriba?"
Gritó mi madre a mi hermana y a mi, pensando que el altillo se quemaba.
"Aquí está todo bien, bajamos en seguida"
Respondí sin entender o asimilar qué era lo que ocurría. Me vestí rápidamente y bajé la escalera corriendo. La Vieja estaba escondida bajo una manta y sólo se le veían los ojos y mi madre en su silla de ruedas rondaba la casa buscando fuego.
"Sylvia, puede que el humo venga desde afuera y por eso está ese olor a quemado"
Así que salimos todos, abrimos la puerta de la calle, y en frente de la reja un gato negro de ojos verdes estaba sentado con la mirada fija en dirección a la casa y a nuestros rostros, como esperando que los invitaramos a pasar.
Sentí un escalofrío que recorría mi cuerpo completamente, y las piernas se me doblaban porque el dolor de la espalda cada vez era mayor.
La Vieja corrió hacia el gato y lo espanto con un ruido extraño.
No había humo, olor ni llamas. El pasaje estaba desolado y sólo la escarcha de la mañana cubría los setos de las casas cercanas.
Luego de quince minutos, llegaron los bomberos que mi madre había llamado. Dos compañías revisaron la casa y midieron los niveles de monóxido de carbono, pero no encontraron nada sino el extraño olor, así que se fueron evitando las miradas a través de los ventanales de las vecinas.
Nos acostamos nuevamente, sin decir ni una palabra.
Y nuevamente comenzamos a dormir con la inquietud de no saber qué nos ofrecerían a continuación esos señores poseedores de fuerzas extrañas.
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